Despedida a Palo Pandolfo  La militancia de la belleza

Por Leo Rodríguez

Un artista del margen, un protagonista de la contracultura del conurbano. Pluma autorizada para destacar la figura y obra de Palo Pandolfo, Leo Rodríguez recuerda paisajes de un país que comenzaba a desgarrarse en procesos vividos en tiempo real. Y ofrenda un homenaje a una estética del desasosiego y la terca esperanza en todo el bien que puede hacer una canción cuando brota de las entrañas.

Un plim anuncia la entrada de un WhatsApp a la bandeja de mi teléfono. Mi hermano, que asegura que me parezco a mi mamá en esa costumbre maldita de dar las necrológicas en tiempo real, notifica lacónico en un mensaje que no pide respuesta: Se murió Palo.

Le escribo a mi amigo Cherco y le pido: Veámonos antes de que alguno de los dos se entere de que el otro se murió y ya sea tarde para ese abrazo que estamos prometiéndonos. Cherco confiesa: Iba a escribir algo sobre Palo pero ya se dijo todo.

Creo que es cierto, que no puedo agregar nada original a aquello que ya describió el periodismo.

La primera vez que escuché Don Cornelio y la Zona fue al lado del piano, en el living de la casa de Ariel. En aquel tiempo el Rulo y yo pasábamos tantos ratos juntos que mi mamá temía por mi heterosexualidad. Veíamos cine, nos colábamos en tugurios mugrientos, robábamos botellas de vino, compartíamos libros y, of course, novedades musicales y delirios arltianos que desplegábamos en mapas imaginados en vagones de tren a media noche.

Inmediatamente quedamos imantados por esa mezcla suave, oscura y poética de modernidad y malestar agridulce por el desencanto prematuro de nuestra clase media urbana en bancarrota, frente a las promesas de una democracia atenazada.

Era 1988 e Iggy Pop pisó Obras Sanitarias para presentar Instint y Don Cornelio abrió el show. Lejos de la new wave, el recital de La Iguana fue rock puro y duro, veloz y desenfrenado. Ya Don Cornelio había abierto otro show en Obras, el de la presentación de Ciudad de pobres corazones de Fito Páez. Pero todavía no nos había tocado verlos en directo.

Una tarde, Ari vino a casa y me comentó: los vi en Badía & Compañía y fue raro, Palo parecía resfriado. Esa tarde decidimos que íbamos a ir a ver a la banda la próxima vez que toque. Antes de nuestro debut como público incondicional de Don Cornelio, compramos Patria o muerte y fue como estrellar una fruta contra la pared.


En la puerta de Medio Mundo Varieté, un Ricky Espinosa pierde la paciencia inquieto por entrar antes del primer acorde. Una botella vuela desde el escenario, vidrios rotos, guitarras que hieren los tímpanos, cuerpos que se empujan y gargantas que pierden el sentido del cuidado por un rato.

Bajar la escalera del Parakultural sin romperse una pierna, la pista está copada por una parva de skinheads que no deja bailar pogo. La banda toca ese roquito frenético que cierra la canción “Espirales” de Patria o muerte y el público masivamente desaloja a los molestos patovas de cabeza calva y comienza la fiesta.

En Teatro Arlequines comparte escenario con Todos Tus Muertos y es una gig. Ya no se puede saber quién es cabeza de cartel. Don Cornelio suena, a esta altura, más cruda e impredecible en cada concierto.

Pero a ese ritmo no hay cuerpo que aguante. Los conciertos comienzan lentamente a despoblarse. La banda puede reservar cualquier pub sin temor al desborde pero le va a terminar pasando lo que al gobierno que, ahogado por la hiperinflación y la conmoción social, Raúl Alfonsín entrega el mandato al recientemente electo presidente Carlos Menem, que rápidamente entierra sus promesas de salariazo y revolución productiva.

Don Cornelio y La Zona se separa y de sus cenizas, como en una transición ordenada, Palo convoca a una aventura que se llama Los Visitantes.

El fuego de los primeros Visitantes comparte ceniza con los agónicos Cornelios pero pronto desplegarán las alas y mostrarán vuelo propio. Y nosotros, nuestra banda de pibes de Monte Grande, los seguirá con el mismo fervor devoto. Las composiciones de Los Visitantes abren surco sin traicionar su espíritu ahí donde Don Cornelio se empecinaba en cerrar filas.

El público se agranda, una generación que crece entre carteles que dicen sonría lo estamos filmando y largas filas suplicando un humillante empleo mal pago. Los Visitantes fue parte del rock que esquivó patrullas en la noche de la histeria del sálvese quien pueda. Entrar con la sombra, salir con el sol quemando las pupilas, testigos mudos de la contraseña de los poetas.

Ya era “Palo, Palo bonito Palo eh” y su estampa luminosa de rabiosa alegría empezó a pintar las canciones con tangos, candombes, cumbias, carnavalitos, zambas, y el rock simplemente saliendo para volver y volviendo por tu querer.

Luego me hice viejo, o mejor dicho fui envejeciendo, a lo Palo, sin dar la espalda a nuestras raíces desteñidas, a esa militancia de la belleza, a nuestra estética del desasosiego y nuestra terca esperanza en todo el bien que puede hacer una canción cuando brota de las entrañas.

Disueltos Los Visitantes, Palo siguió componiendo, lejos de la ciudad rota, de los edificios trampa, o dentro de ellos, bombeando aire donde parecía que no había esperanza. Apartado de todo ese circo estúpido de reglas absurdas que impone el mundo del espectáculo. Parafraseando al poeta español Gabriel Celaya podemos decir que Palo era un ingeniero del verso y un obrero que trabaja con otros la canción en sus aceros.

Palo Pandolfo falleció lejos de los focos ególatras de los que reclaman un lugar en la postal. En la fila de un banco. Un sitio miserable para morirse, pero acorde a la vida sencilla de un trovador para el que estar sobre el escenario es un sitio circunstancial, porque las personas que de veras nos importan están a nuestro lado, acariciándonos el alma cuando la vida se ensaña con nuestro corazón.

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3 comentarios sobre “Despedida a Palo Pandolfo
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