Entrega I Diario de la Pandemia (Primera Fase)

Por Efraín Bucler

Día 1 – Lunes 16 de marzo

Por primera vez rigen algunas restricciones y las clases se suspenden. Viajo sentado, aunque desde la semana pasada ya viajaba sentado. Poca gente trabajando. Al llegar a Plaza Constitución no parece que la ciudad está atravesada por una pandemia.

En el trabajo hay problemas. Personas con los chicos en sus casas que no pueden cuidarlos porque trabajan en Salud. “La negativa de los directivos a licenciar a los compañeros con hijo en edad escolar es política”, dice un compañero en una suerte de asamblea montada en el patio, “porque si nos dan las licencias que nos corresponden los hospitales quedan vacíos y no quieren exponerse a esa realidad. Ellos los han vaciado negando las vacantes”.

La vuelta a casa transcurre como si nada, todos como si nada. Voy al mercado para aprovisionar la heladera porque al final la paranoia y la memoria de malos tiempos me terminan ganado.

Escucho: “La epidemia”, de Massacre.

Día 2 – Martes 17 de marzo

Llueve, desde anoche creo. Entre las limitaciones y el temporal hay poca gente en la parada. Subo y viajo sentado en el micro, casi solitario.

En el trabajo hay una movilización de personas inquietas. Se ve que tantos videos virales e informaciones trágicas hacen mella. Anoto en el pizarrón de la cocina “El Miedo/ Pandemia/ El Temor”, como una película yanqui. Como en La Noche de la Expiación. “¡Qué mala película!”, pienso en voz alta.

En el regreso todavía hay un vestigio de realidad. Todo parece tan normal que nadie puede entrar en pánico. Todavía.

Escucho: “Panic”, de The Smiths.

Día 3 – Miércoles 18 de marzo

Lluvia. La niebla que todavía sigue y los anuncios de suspensión de eventos deportivos y espectáculos van dándole un clima a la sociedad. Sobre todo a la porteña. Yo voy para ahí, a la panza de la bestia.

Me traslado en un micro vacío en medio de una autopista todavía con muchos vehículos, bajo la lluvia. Cruzo la Plaza Constitución y el panorama se normaliza para mis retinas. Otra vez gente yendo para aquí y para allá. Es como un sábado a la mañana, para ser más preciso a la media mañana. Conozco esta parte de la ciudad en esos días. 

Llego al trabajo y pronto comenzamos a preparar el escenario mayor de los trabajadores: la asamblea. Vienen todos, los que siempre asisten, los que reniegan, los que reclaman, los que nos insultan y los que no tienen idea de por qué lo hacen.  El Decreto del Ejecutivo es lapidario: todos a sus puestos de trabajo, todos a disposición de la crisis, etc., etc., etc. “Nadie nos cuida”, reflexiona el Viejo Jáuregui. La asamblea nos autoriza a negociar con la dirección una guardia mínima para evitar posible exposición a contagios.

Nos recibe el director. Hay presiones desde afuera de la reunión. Los bombos sonando molestan, la aglutinación de gente molesta. Los directivos siempre le temen al ruido particular que tienen los reclamos conjuntos. Esa fuerza que sólo se encuentra en el punto en que las diferencias entre los de abajo quedan a un lado y enfrente queda el de arriba. Ganamos o algo parecido a eso. No yo, que tengo que seguir viniendo.

A la salida hay que hacer compras porque las noticias dicen que la gente se lleva de a cien rollos de papel higiénico. En la vuelta a casa hay algunos cambios. La distancia en la fila del colectivo, el chofer con guantes de látex me dice que tiene solo tres lugares porque tienen que viajar todos sentados y le digo que hable con los de atrás porque yo soy el primero.

Pero la tarde de compras me demuestra que para los vecinos de mi barrio no hay tal crisis. Las previsiones son pocas, más bien las que cada uno decide implementar. También hay que hacer algunas cobranzas porque, al parecer, se vienen mayores restricciones. Mejor volver a salir.

El primer caso de distanciamiento social es cuando decido no abrazar a mi sobrina porque ella sufre de los bronquios. Es la mejor manera que tengo de decirle que la quiero con nosotros. 

Vuelvo al disco anterior. Escucho: “Resurrección”, de Massacre. 

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