Editorial #4
Meritocracia (Segunda Parte)
La prédica meritocrática está muy emparentada con las políticas neoliberales que se implementaron en la última dictadura cívico-militar y en los 90s con Menem y Cavallo como figuras visibles. Esa lógica liberal de libre mercado y competencia hizo que se fundieran miles de negocios pequeños y medianos porque no podían competir con mega empresas que el país recibía con los brazos abiertos. Muchos liberales aplican la teoría de la competitividad y el esfuerzo para avanzar en la vida. Cuando en realidad es difícil para un emprendimiento textil competir con un taller esclavo asiático, o para un almacén de barrio hacerlo frente a una cadena de hipermercados. Por más esfuerzo que pongan, el mérito no los alcanzaría con su varita mágica. La lógica de supervivencia darwiniana se muestra en su faceta más feroz. Convertirse en un Steve Jobs o un Bill Gates, empresarios que empezaron en el garaje de sus casas y con el tiempo construyeron imperios económicos, se hace más inalcanzable si el Estado es garante de que la meritocracia pueda existir: de que, por ejemplo, haya un gran filtro en escuelas como en universidades, así también como en el acceso a puestos de trabajo. Las desigualdades se sostienen en el tiempo.
Esta idea de meritocracia se mete en la clase trabajadora porque se cree que es preferible no protestar para ganar mejores condiciones sino que -lo lógico para ellos- es trabajar incansablemente ya que en algún momento serán recompensados con, por ejemplo, un ascenso. Si eso existe es porque se necesita de una persona que sea fiel que haga de intermediaria: un encargado, un responsable, un empleado jerárquico. Y así vemos a cientos de personas a nuestro alrededor que se desviven por lo que hacen y no logran ni por lejos los objetivos que se dan, sus aspiraciones de ascenso social, de mejor calidad de vida, siquiera de llegar tranquilos a fin de mes.
Tampoco un título de alguna institución, por más prestigiosa que sea, asegura nada. Pongamos un ejemplo: un joven recién recibido de contador seguramente sabe mucho menos de contaduría que una persona que está trabajando como administrativo en un comercio hace treinta años. Las teorías credencialistas desarrolladas por el sociólogo Randall Collins en 1979 (y mediante las cuales critica la teoría del capital humano mencionado anteriormente) postulan que: los títulos escolares no implican cualificación laboral; los empleadores utilizan las credenciales para distribuir los empleos; el título es un instrumento de cierre social; más que por su labor instructiva la escuela busca seleccionar y distribuir las posiciones sociales.
Sin embargo, la meritocracia funciona como ideología para generar ilusión de la movilidad social. Veamos estos datos: en EEUU en 1983 el 57% de la población pensaba que era posible “comenzar la vida pobre y terminar rico”. En 2006 la cifra subió al 80%. Entre 1983 y 2006 la parte del ingreso nacional que quedó en poder del 1% más rico prácticamente se duplicó pasando el 9 al 16% (Le Monde Diplomatique, dic. 2006).
Para que esta idea de movilidad social se concretara, por empezar debería haber trabajo para todos. Pero sabemos fehacientemente que este sistema lo hace imposible. Ya empezamos en desigualdad de condiciones; entonces ¿cómo vamos a llegar a ser algo? ¿Y qué es llegar?
Porque la idea de mérito se mete con cuestiones que tienen que ver con la moral, con valores, mide quien anda en la línea de lo correcto y quien en la línea de lo equivocado. Está implícita una noción de lo que es valioso en relación a un determinado orden de prioridades: así se evalúa si aquello que fue hecho con capacidad y sacrificio es “meritorio”. En este sentido, se asemeja al concepto de justicia que es totalmente contingente. “Preguntar si una sociedad es justa”, dice el filósofo político Michael Sandel, “es preguntar cómo ésta distribuye las cosas que apreciamos –ingreso, riqueza, deberes y derechos, poderes y oportunidades, cargos y honores. Una sociedad justa distribuye dichos bienes de forma correcta; le da a cada persona lo que merece”. Ahora bien, aquí se presenta el problema mayor: quién merece qué y cómo validamos las razones. Y este problema ético entra en un callejón sin salida.
Si tomáramos como parámetros valores socialmente aceptados, la sociedad debería recompensar por su entrega y capacidad, por ejemplo, a docentes y personal de salud. ¿El sacrificio que realizan en la educación de los alumnos o en el cuidado de enfermos, más en este contexto de pandemia, no constituye mérito suficiente? Sin embargo, se los expone a condiciones de riesgo físico y psíquico constantemente, jornadas eternas de trabajo, horas extra, baja remuneración entre otras cosas. ¿Qué clase de valores para evaluar los méritos se toman en cuenta cuando vemos que las personas exitosas son futbolistas, “influencers” con un atractivo físico completamente hegemónico, inversores de bolsa?
Estos mecanismos de asignación de compensación al mérito, asociados a la oferta y demanda del mercado, responden al orden social vigente y constituye una forma de opresión y de perpetuar desigualdades y privilegios.
La salida a esta realidad de desigualdad basada en principios tan feroces no es destacarse entre millones y llegar hasta lugares de poder (económicos, políticos, simbólicos) aplastando cabezas. La salida es construir colectivamente algo que sea justo y para todos. Destruir ese escenario donde se divierten y la pasan bien unos pocos y construir uno nuevo, con otras reglas definidas de conjunto, para jugar un juego en el que todos podamos participar, en el que se habilite a todo el mundo a que tenga su oportunidad social.