Relatos desde la calle Por los cuerpos cansados de las seis de la tarde

Gome, un trabajador como cualquiera, recuerda los viajes en transporte público durante las fases más complejas del Covid-19. Las ventajas, desventajas y paradojas de la pandemia

Por German Gome

El reloj pasó de las 7:32 a las y 7:33 cuando escuché, en la esquina de Tejedor y 2 de mayo, en una parada del 160, que expresó con rabia y con una excelente modulación: ¡Esto al fin y al cabo es lo mismo de siempre, la re concha puta de la lora! ¡Que hijos de puta’son viejo!”

Lo escuché, y lo deben haber oído hasta los pibes del lavadero de la esquina. 

Me atacó una risa torpe e incontrolable y me ahogó en el intento de retenerla, tuve que moverme unos metros hacia la esquina para que no me escuchara. 

Pasaron dos colectivos más sin parar, con frecuencia de entre cinco y diez minutos entre coche y coche. El pibe se fue. Me subí al quinto colectivo que paró y al subir pensé en que tenía razón el wacho: “es lo mismo de siempre.”

En lo personal lo tomo más tranquilo al tema del transporte público, no me disgusta tanto. No digo que estoy de acuerdo y que soy un usuario feliz, pero putear a las ocho de la mañana al colectivero que no paró es exagerado, llama la atención. Aunque debo reconocer y lo acepto, eh. Miento, miento con lo que dije recién, sí lo puteo y lo recontra puteo pero lo que me pasa o lo que hago es no mostrarlo, no me animo, no me sale. Apenas si puedo expresar en público un refunfuño entre dientes.

El hecho es que me acostumbre a viajar sentado durante la cuarentena del Covid.

Lo recuerdo con nostalgia ahora que voy parado.

Durante la pandemia te podías sentar y hasta sobraban asientos.

Sensación ambigua. Por un lado era agradable, ya que siempre había un lugar disponible, generando de alguna manera una especie de exclusividad y descanso durante el viaje; y por otro lado era de velorio la cuestión, de un desconcierto temeroso, distanciador y angustiante. Distante por las medidas  porque en esos viajes la intuición de unión, de compañerismo se sentía.

Nos vimos las caras tristes, preocupadas y asustadas debajo del barbijo. Éramos los que no nos podíamos aislar, pero así y todo viajamos sentados. 

Inseguridad, duda, pero el asiento estaba ahí, libre, con esa tela de pana azul que el solo hecho de ver cómo acumula hongos se me es inevitable imaginarlos conviviendo con el Covid-19, pero libres, asientos libres al fin.

Hafefobia total en las calles.

Fue divertido vernos entrar y evitar tocar todo, los caños amarillos para sostenerse, las paredes, la puerta. Nada se podía tocar, ahora todo tenía espinas o quemaba.

Y esos valientes sin vergüenza, los que rociaban el aire al avanzar, sanitizando todo a su camino y al llegar al asiento, los que tenían botellones de litro rebajados al treinta, gatillaban a gran velocidad descargando mililitros de desinfectante en el asiento. Mirándolo a este con cara no de alguien que simplemente se sienta, si no con seguridad y tensión, desde muy cerca como si pudieran ver al virus. Al sentarse hacían como un abanico con el pulverizador de un lado a otro, rociando su metro a la redonda; y podías ver caer el alcohol como una lluvia suave, efímera, jugando entre los melancólicos y tibios rayos de sol, que penetran en el pasillo del tren semi vacío.

Podías viajar sentado en cualquier tramo de lo que sea, en tren, colectivo. 

¿Y ahora? ¿Qué pasa?

¡¿Qué descarados, verdad?!

Ahora nos vuelven con lo de viajar parados y apretados, como si fuese que ya pasó todo o peor aún, como si no hubiese pasado nada.

Me parece un timo de lo más cruel.

Otra vez el ortiva que no para, que mira para el costado.

Otra vez la espera, que se rompió o que se yo.

Otra vez los insultos y la bronca matutina.

CARAJO

¡Exijo justicia! 

¡Por los cuerpos cansados de las seis!

¡Exijo viajar cómodo a producir!

¡Por sus ganancias y nuestros tiempos!

¡Exijo, exijo justicia viejo!

Esto al fin y al cabo es lo mismo de siempre, ¡la re concha puta de la lora! ¡Que hijos de yuta son!

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