Capítulo I – Babasónicos
Había una vez una canción
La potencia y calidad de algunos y algunas letristas le dieron a nuestro colaborador rienda suelta para elucubrar historias a partir de ciertas canciones…
Por Efraín Bucler
Bajó del 784 y arrancó su caminar lento a pesar del andar vertiginoso de los demás. Siguió su paso lento y sigiloso bajo las sombras de las lonas verdes y anaranjadas de la feria. El temblor de las manos no era vértigo… por suerte tampoco pánico, pensó mientras revisaba el bolsillo derecho de su falda azul.
Repasó mentalmente todas las indicaciones. El tren hasta Retiro después subte hasta Constitución, de nuevo tren a Temperley, el micro hasta la feria. Si el transa no mentía, la otra cuadra que sale a la derecha sería Tijuana. Sino, otra vez un dato falso que le tiran. Otras cuantas piedras derrochadas en informantes drogones.
Sus desplazamientos lentos y balanceados, su figura de casi metro ochenta y el sonar de los tacos hacían que los puesteros giren para mirarla. Detrás de las gafas ultra oscuras se escondía unas grandes ojeras y del tapabocas plateado las pocas ganas de gastar en lápiz labial.
Por momentos parecía trastabillar por las baldosas flojas de la vereda pero prefería el riesgo antes que bajarse de las botas de auténtico cuero marrón. Cuando levantó la mirada y vio el cartel de la calle aceleró el paso. Dejó atrás medias, ojotas, shorts y accesorios para celulares, giró y encaró por la vereda izquierda para tener un mejor panorama. Dos cuadras y llegaba al 2754. Sacó un poco la culata del revólver para asegurarse que estaba cargado. Cada una de las balas estaba ahí. Eran seis.
Lo último que vio con lucidez fue ese portón destartalado caído hacia un lado y el alambre que lo sostenía del poste más viejo. Lo soltó y dos pasos más adelante estiró la mano derecha para correr la cortina de mimbre desgajada. Ahí estaba: era un hombre mayor, con el torso desnudo y short azul sentado sobre un taburete, mirando televisión.
Sorprendido, el viejo miró esa enorme humanidad que se presentaba delante con gafas oscuras y una blusa poliéster fucsia cubriendo un corpiño relleno con algo. Nadie habló. El otro, convencido que se trataba de una broma se levantó y abrió la puerta de un cuarto. La invitó a entrar y le hizo una seña con la pelvis.
─No, no vine de parte de nadie. Vine por mi cuenta Lolo─ dijo ella.
El otro, tras oír su antiguo apodo, comenzó a reír a carcajadas. Contento entró a la pieza y dijo algo respecto al barrio 18 de Abril donde vivió.
─No te mudaste, te escapaste… y te encontré─ dijo y enseguida sacó el arma del bolsillo y empezó a disparar… Cuatro balas, una por cada parte del cuerpo que le había dolido, por cada noche llorando en silencio de cuclillas, por cada rincón de la casa donde pasó, por cada grito ahogado.
El otro, tendido en la cama y con una mancha de sangre asomando de la bermuda, solo atinó a decir algo parecido a un nombre de varón.
Ella se arrodilló y puso el caño de la pistola en la entrepierna del malherido.
─Y basta de decirme Dieguito, viejo de mierda, porque no soy más ese… Soy Yoli.