Adiós a la cachorra del dolor
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Adiós a la cachorra del dolor

Libros, cafés y despotismo. Charlas, introspección. Vender el alma para poder sobrevivir en este sistema devastado. Seguir cronisteando con ojos de asombro y esperar que me lean.

Por Rita Crass


“Adiós cachorra” leí en una portada de libro. Y pienso: No soy la cachorra de nadie. O no sé, quizás sí. Pero lo que sí sé, es que hoy le vi el rostro al diablo, que es, siempre la cara de la autoridad despótica. Dije en las primeras crónicas que no quiero enfermarme, ni quiero estar triste, ni quiero nunca rendirme. 

Los cafés vienen siendo mi salvación. Pude puentear la malaria con un café. El café me lo vende Judith, que no es Butler. Es Judith en momentos del día, la tranqui, la palabrera y la que me da lata cariñosamente. Me cuenta anécdotas en cuotas. Me cuenta acerca de berretines. Hoy es un tema áspero y tenso, pero me lo tira así, como quién tira de una sábana de un fantasma y no se encuentra nada.

Hoy tengo por delante una encuesta en once, el tema de las compras sin IVA y después con las medidas del gobierno.

Antes de eso hago una venta radial, es decir, estoy vendiendo noticias. Estoy incurriendo en la falta de amor en mi oficio de cronista, quizás la peor venta de la historia. Y no vender sahumerios, ni tampoco vender la situación de L-egante en su vuelta después de la cárcel, ni la venta para ir a ver a Black Flag dentro de poco. Se trata de informar sobre tres casos judiciales. Me hacen preparar de la nada temas judiciales o policiales como si fuera médium detectivesca. Y pienso en Arlt, que si fuera él, sólo me encargaría de dar golpes de efectos, o tan sólo dar opinión, y ya sólo por ser hombre quedaría bien parada. Hay gente que está toda su vida dedicándose al periodismo, casos difíciles, con muchos enrosques. No hay que caer en arrebatos. Mi jefe sigue contaminando todo, como si fuera que puedo aprenderme una causa y contarla en cuarenta segundos. Aun así trato de armar y nada, nada me salió en el día de hoy, sentí que mi dignidad se escapaba con cada palabra que decía. Así arranco el día. No sé como va terminar. Más tarde tengo pensado dar taller. No me gustan las cartas, si no estaría jugando al poker con un habano de Mar del Plata.

Voy a decir algo que no debiera a esta altura de las crónicas, pero hace tiempo estoy tratando de no caer en una enfermedad grave, en un abismo doliente. Estoy sosteniendo lo indecible. Es como la etapa del faquir del cuarto camino de Gurdjieff: me están clavando todas las espadas, me sacuden con espadas de inclemencias inesperadas de buenas o malas nuevas noticias, pero intento retrucar, dar vuelta la torta, estár fuerte ahí, en mis días de crónica, con ojos de asombro. Necesito tener ojos de asombro. Sólo que siento, a veces, que mi tarea de cronistear se la pasan por el cul*. No es faltarme el respeto, es peor aún, invisibilizar o -como se dice en México- ningunear. Ningunean mi labor. Me tienen de un lado para el otro y no soy títera de nadie. Buscaré otras mareas o surcos. Otros albores y labores. Y en el barco de la templanza y calma, aún con lo poco que me queda de ritmo de vida, haré una barca de amor, o lo necesario. Fabricaré un bote con hojas de menta positiva que me obligue a no arrastrarme. Por ahora pienso en Walt Whitman y comer en una pizzería como berretín, con el jovencito parecido a Sandro y saciar mis males bañándome con agua tibia en la noche. Es necesario: el tiempo está avanzando y cada vez quedan menos cosas resueltas, y hay cosas aún pendientes, pero no menos importantes y urgentes: vivir en amor, ser felices, vivir con propósito, tener voluntad espiritual -en todo sentido- dejar de perseguir el sueño de lo diletante, para nuevamente confiar. Y amar, amar y amar.

Mi sombra es testigo del dolor que acarreo, pero, cuando ando en moto, ya nada de eso, de los males hablo, es ya importante.


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