Ollas Populares Es el hambre, que no espera

En todos los barrios surgen las ollas populares como iniciativa colectiva para enfrentar al hambre. Una estrategia organizativa y un camino que, lamentablemente, Argentina vuelve a retomar.

Por Martín Silva

A partir de la pandemia de Coronavirus el mudo entró en cuarentena. A su turno, los países de los cinco continentes decretaron el aislamiento de la población que se cumplió más o menos estrictamente y que tuvo como resultado inmediato la paralización del intercambio comercial dentro y fuera de las fronteras. En Argentina, la economía estaba sumergida en una crisis luego de cuatro años de ajuste, inflación galopante y pérdida del nivel de ingresos de las familias por las políticas económicas del gobierno de Mauricio Macri y sus aliados en las provincias, municipios y sindicatos.

Pero el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO) decretado por el presidente Alberto Fernández a partir del 20 de marzo hizo colapsar todos los sistemas de asistencia y contención. La dinámica de la crisis sorprendió en un principio y luego se mostró contundente para la mitad de la población que ya tenía problemas para alimentarse cada día. Es entonces cuando aparecieron de manera simultánea las diversas formas de subsistencia que tienen las clases populares y que marcan, como un sello indeleble, la entrada a una nueva etapa de hambre en Argentina.

Un síntoma y una estrategia

Si bien nunca dejaron de existir, las ollas populares volvieron como síntoma y estrategia. Síntoma de que, más allá de la necesidad del ASPO, no hubo desde los gobiernos una visión clara sobre el nivel de las necesidades básicas insatisfechas de la población: ¿cómo encerrarse en la casa siendo trabajador o trabajadora informal? “La gente en Argentina se esconde de la policía para poder ir a trabajar”, de tal manera reflejaba un corresponsal extranjero por lo que pasaban aquellas personas. Luego se vio que más allá de tener un empleo formal, millones de personas se han quedado sin poder llevar un plato de comida a la mesa. Tener que montar ollas populares en un país que en plena crisis continúa produciendo alimentos para cientos de millones de personas es síntoma, además, de la desigualdad propiciada y permitida por las clases dominantes.

Y son también una clara estrategia de subsistencia que despliegan las clases bajas ante el hambre. A las ollas las montan algunos movimientos sociales, sindicatos, grupos y partidos políticos, clubes de fútbol y asociaciones vecinales y tienen una periodicidad y un nivel de organización que permiten repartir un gran número de raciones, incluso diarias. Pero también aparecen esporádicamente iniciativas de vecinos y comerciantes que no soportan la injusticia y deciden echarle manos a la situación. Se trata de sectores con una profunda raíz en lo territorial, que caminan y sienten el pulso de lo que ocurre al margen de las cámaras de televisión y los discursos políticos. La idea es que mientras todo se arregla (o no), hay que comer y que eso no puede esperar.

Ante la imposibilidad de llevar adelante marchas y actos, muchas agrupaciones políticas y sindicales prefieren una olla popular, por lo dicho anteriormente sobre las necesidades aunque también porque resulta un desafío al orden propuesto por quienes toman las medidas en torno a la pandemia. Esto es, hay un posicionamiento que desoye el Aislamiento Social, puesto que la organización de una olla implica reunirse, cocinar durante horas, convocar a las personas beneficiarias para que acudan a la vez, a un mismo lugar y manipular utensilios y contenedores, en el marco de las medidas de prevención. Aun así, las ollas se realizan y repiten. Y como no se modifican las condiciones que las hace aparecer, nadie, ningún gobierno reprime una olla popular.

El futuro llegó (hace rato)

El contexto global que dejará tras su paso el coronavirus es desalentador. La economía internacional se encuentra paralizada desde hace meses y el mercado interno devastado por el cierre transitorio de industrias y comercios que ya venían saturados de deudas por los cuatro años del macrismo. La pregunta sobre el futuro de las ollas populares está atada a la suerte del país con respecto al manejo de la pandemia y la negociación de la deuda externa. Dos dramas que pueden terminar por configurar un escenario de mayor profundización de la pauperización en la vida del pueblo.

Así las cosas, la comparación con la crisis del 2001/2002 está a la orden del día. En ese entonces, de la nada misma surgieron con fuerza las organizaciones y movimientos que se encargaron de gran parte de la vida cotidiana en los barrios del país. Se crearon redes de contención, de asistencia, educativas y de problemáticas antes no visibilizadas. Toda una forma de hacer las cosas en comunidad que llegó a disputar el rol del estado. Todo esto fue posible a partir de la olla popular. En cuanto se politizaron los espacios y las demandas chocaron contra el ideario de orden social, Eduardo Duhalde desplegó un escenario represivo que culminó con los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán el 26 de junio de 2002. Ese, quizá, fue el acto final del duhaldismo en el poder.

Cuando el virus de Covid-19 desaparezca temporal o definitivamente de Argentina, la población bajo la línea de la pobreza puede llegar al 55%; y se estima que entre seis y siete de cada diez niños, niñas y adolescentes no van tener una alimentación adecuada (según proyecciones de UNICEF). No hay cobertura que llegue a tanta gente, ni solidaridad que alcance para llenar tantos platos vacíos. A esto se le suma la gravedad que, a diferencia de aquella última gran crisis, hoy no parece haber un tejido social que permita grados de subsistencia y de pertenencia a un ideario de sociedad más allá de lo alimentario. Allí donde la precarización laboral y la informalidad de la vida real amplían el distanciamiento con un escenario político plagado de cualquier cosa menos soluciones, en esa realidad donde por cualquier causa se golpean cacerolas frente a las cámaras de televisión, en silencio pero de modo acelerado las ollas van llenando el paisaje de los barrios populares.

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