Por Leo Rodríguez*
Dice Horacio González que el libro de papel es un artefacto que aún no ha sido superado, y se puede pensar en la rueda, otro dispositivo que no pudo ser mejorado por más técnica novedosa que venda el mercachifle de turno. Asegura Carlos Taibo que el libro, en términos ecológicos, es un objeto solvente, que se conserva en el tiempo mucho más que los aparatos electrónicos de reproducción de textos.
En una entrevista de Alejandro Dujovne, el historiador francés Roger Chartier sostiene que en el confinamiento producto de los cuidados ante el Covid-19, “el algoritmo que rige al mundo digital” se vuelve el principio clave que clasifica, identifica, organiza y satisface “los intereses y gustos de los usuarios”. Se rompe así la lógica imperante en el mundo analógico, el de las relaciones sociales, donde una persona en una librería, biblioteca, hojeando un periódico, puede hallarse una sorpresa, aquello que no estaba en sus planes ni fue puesto allí porque responde a sus patrones de búsqueda previamente cargados en el sistema.
La producción y el mantenimiento de los libros son procesos relativamente sencillos y pueden prescindir de insostenibles y complejas tecnologías. La obtención de materia necesaria para la confección de libros tiene un impacto medioambiental controlable. El libro se comparte, el kindle no. Para seguir fabricando papel podemos reforestar, para continuar multiplicando pantallas de cristal líquido no podemos sembrar montañas con minerales. Por eso uno es renovable, el otro tiene fecha de agotamiento. Por eso el libro tiene mayores destrezas para sobrevivir a una crisis aguda del sistema productivo. Seguiremos haciendo libros para el mundo que viene, y haremos mundos nuevos para los libros que nos aguardan.