Por Efraín Bucler
Los días que siguieron pasaron sin más, entre la displicencia y la fatiga. El martes 1 de diciembre (día 262 de pandemia) llevo unas placas de video reparadas al hospital Vélez Sarsfield y al regreso me espera una auditoría del Ministerio de Modernización. Allí un hombre enjuto y con cara de auditor nos realiza las preguntas burocráticas de ocasión: nombre, antigüedad, cargo, puesto, tarea que realiza, cursos realizados y puntaje de la última Evaluación de Desempeño.
Me pasa dos hojas con una especie de carbónico en el medio y me pide que escriba de puño y letra las respuestas. Escribo de corrido y con la lapicera que siempre guardo en mi riñonera: “Bucler Efraín, 16 años de antigüedad, auxiliar T4 de la División de Reparaciones Eléctricas y Electrónicas, reparación de instrumental y aparatología eléctrica y electrónica de los hospitales que dependen del Gobierno de la Ciudad, última Evaluación de Desempeño 4,3 Muy Satisfactoria”. El tipo me dice que falta poner si tengo personal a cargo y le digo que no y que por eso no aclaré nada. Toma las hojas con las respuestas y me pasa la de abajo sin mirarme a la cara. Esa arrogancia de los que se sienten mejores que los demás por el solo hecho de formar parte de un esquema de evaluación y sanción. Siento como me tira encima la historia de las clases sociales y decido redoblar la apuesta, saco el celular y mientras le manoteo la hoja de su mano tomo una foto del original; me pregunta qué hago y le respondo que solamente desconfío de él y su gobierno.
Ese es el último incidente y tal vez sea lo único que pase por fuera de la rutina. Tres días más me depositan en el viernes 4 de diciembre (día 265 de pandemia), cuando vuelven los almuerzos. Aunque esta vez son solo de sándwiches y gaseosa porque nadie quiere cocinar. Con el feriado puente, mi última semana laboral del año empieza recién el miércoles 9 de diciembre (día 270 de la pandemia), que lo utilizo para acomodar mi lugar de trabajo y mi locker. Tirar papeles, ganchos, clips, lapiceras que no funcionan, anotadores con trabajos realizados, agenda y papeles del sindicato. Basura o casi.
El viernes 11 de diciembre (día 272 de la pandemia), cuando conversamos sobre lo que va a hacer cada uno en sus vacaciones Adrián suelta una sentencia: “Bucler, vos podes aprovechar estas semanas para terminar el libro ese que estás publicando de a capítulos en la revista que sale por la web”. Me miran todos y no sé quién dice algo así como “chan”. Solo levanto la mirada y digo que no voy a viajar en las vacaciones por el virus y porque el arreglo del auto me lleva toda la plata. Ahora Jorgito me pregunta por el libro y le contesto que “El Diario” ya está terminado y que no se preocupen porque ellos no salen ahí.
Jorgito dice que su nena se lo lee a veces y le parece que está bueno, que nunca me lo dijo pero que era importante que alguien cuente por lo que tenemos que pasar los que trabajamos en salud. Que se dio cuenta quién es quién, más allá del cambio de nombres. Y que soy muy contemplativo con mi personaje, porque Efraín Bucler es un poco más terrenal y menos humanista, que me importan las cosas materiales y que sufro y la paso mal cuando no tengo plata en el bolsillo.
Trato de evadir la cuestión. Le digo, les digo, que la idea del diario era contar lo que pasaba en las primeras semanas de pandemia y que no sabía que iba a durar todo el año. Y que si bien soy más “terrenal” de lo que aparece, oculto algunas cosas para cubrirme y cubrir a mis compañeros. El Viejo dice que leyó alguna que otra vez La Linterna y no le gustó el Diario y que por eso nunca me dijo nada. Al final todos estaban al tanto y se callaron la boca, pienso. Llegado el horario de salida, rompemos el protocolo y saludo a cada uno de mis compañeros con un abrazo. Y nos despedimos con un “hasta la Segunda Ola”.
A la salida del trabajo voy para el lado de Retiro a buscar unos remedios en la farmacia sindical de Avenida Alem. La llovizna hace pesado mi andar. Entre la demora en la atención y la caminata hasta la parada del micro que me lleva a Hudson se me hicieron las tres de la tarde. El paisaje de Plaza Canadá es desolador: el pasto amarillo, los senderos de tierra, las calles que entran a la Villa sin autos ni camiones, la terminal de ómnibus cerrada. El viento termina de complicar las cosas. Me ajusto un poco la mochila mientras espero en la parada. No hay casi nadie, como a principios de la pandemia. Pero esta vez es porque no hay nada que hacer en este lado de la Ciudad, ni compras ni trabajos, ni plata que pedir. Tampoco yo tengo nada que hacer acá, pienso, y me preparo para tomar el colectivo que ya sale.
Subo y elijo asiento. Repaso con la mirada y somos seis los que viajamos. Dos, son policías. Abro la mochila, saco el alcohol en gel y me sanitizo las manos antes de agarrar un barbijo para cambiarme el que llevo puesto desde hace casi tres horas. Luego sí, saco la agenda, después la lapicera de la riñonera y miro un rato el paisaje por la ventanilla. Avenida Paseo Colón, la Autopista con carteles publicitarios a los costados. Pensaba anotar una suerte de balance y despedida, pero nada me sale.
Escribo: “Soy Efraín Bucler, tengo 42 años y vivo al sur del Gran Buenos Aires. Me tocó trabajar toda la pandemia, al menos esta Primera Ola y seguramente la Segunda. Mis amigos de La Linterna me propusieron escribir este Diario de la Pandemia. Hasta aquí cumplí con mi tarea, pero ya no habrá más”.
Escucho: “Hippies” de BBEM.