Punk y aburrimiento (Parte I)

La alienación en el trabajo, la alienación en el ocio. Las verdaderas razones que originaron al punk van más allá de una respuesta a Pink Floyd.

                                           Por Javier Becerra


“Todo trabajo sin nada de juego hacen de Jack un niño aburrido”

       James Howell (Proverbios, 1659)

“¿En qué consiste el trabajo alienado? … En que el trabajo es exterior al obrero, es decir, no pertenece a su esencia, y, por lo tanto, el obrero no se realiza, sino que se niega en su trabajo, no se siente bien sino desdichado, no desarrolla sus energías físicas ni intelectuales libres…el obrero se halla fuera del trabajo en sí mismo y fuera de sí en el trabajo”

         Roman Rosdolsky (Génesis y estructura de El Capital de Marx, 1978)

“Londres arde de aburrimiento”

                       The Clash (1977)


Se suele hacer hincapié en que  los orígenes del punk radican en buena medida en el aburrimiento de la juventud británica de mediados de la década de 1970. Al mismo tiempo  se reduce ese aburrimiento a una cuestión meramente musical: los jóvenes punks estaban aburridos del rock progresivo y de sus elaborados e interminables discos. Esta es una visión meramente subjetivista (y superficial) del fenómeno, algo característico de ciertos análisis que podríamos enmarcar en la “historiografía liberal” del punk y que fueron sumamente comunes a partir de la década de 1990, al menos en Argentina. Los jóvenes, luego de escuchar hasta el hartazgo la discografía de Pink Floyd, siguiendo esta línea reflexiva, automáticamente se decidieron a formar una nueva subcultura y un nuevo subgénero, sin mediación de otras cuestiones y sin más que eso como denominador común para todos. Se dejan de lado las raíces más profundas de la cuestión y todo un número de determinaciones que tuvieron un excesivo peso en la conformación del movimiento punk. Una subcultura juvenil nunca tiene un único origen y como todo fenómeno cultural nos tiene que remitir a las raíces sociales, esto significa que se debe partir siempre de la sociedad del momento para poder caracterizarla y definirla.

Otra lectura es la populista. Hace del punk un fenómeno “antineoliberal”, también rehusándose a detenerse en un análisis más profundo del aburrimiento juvenil como insumo de lo que se estaba gestando. Una y otra corriente optan por el análisis superficial. Para los liberales el punk es el resultado de la suma de individualidades que aburridas del rock existente salen de sus casas para formar un nuevo subgénero y una nueva subcultura. Para los populistas, es el resultado de las políticas de Margaret Thatcher o de Ronald Reagan en los Estados Unidos. En ambos casos, el resultado es un recorte ideológico de la realidad, que exagera o disminuye lo que arbitrariamente se pretenda. De esto solo surge un solo resultado: una caricatura del punk. 



El aburrimiento, el hastío y la monotonía de la vida tenían sin embargo raíces muy profundas. Las transformaciones económicas y sociales de la segunda posguerra habían instituido un nuevo mundo en lo material y en todo aquello derivado de allí. El boom económico de los mal llamados “30 gloriosos años del capital” había establecido un nuevo “contrato social” entre el capital y el trabajo que impactaría fuertemente durante las décadas del ’50 y ’60 y que mostraría su colapso final promediando la década de los ’70, justo allí donde irrumpe el punk.  Salarios relativamente altos y un reordenamiento geográfico de las grandes ciudades, llevó a la irrupción de nuevos vecindarios obreros y de clase media a las afueras de las grandes ciudades. Todo estaba basado en un tipo de trabajo aburrido y repetitivo hasta el hartazgo día a día y año tras año. La recompensa a la alienación mortecina en la fábrica o la oficina era un alto nivel de consumo que a la vez generaba mayor demanda y más trabajo alienado. El intercambio de la “muerte” en el trabajo por la “vida” del consumo de masas, era negociado y renegociado por los sindicatos, pilares en el “contrato social” de la segunda posguerra.



El canje entre aburrimiento laboral y vida de consumo era sumamente inestable. Dependia de la permanente expansión de los mercados y una venta relativamente fácil de lo producido. La frustración, de ese modo, siempre estaba al borde del estallido. Los sabotajes y el ausentismo en los lugares de trabajo eran muy altos. El papel de los sindicatos como contención de este malestar hacía de las acciones individuales la única variante de resistencia contra la negación de la vida que significaba el agobiante trabajo. En los últimos años de la década de 1960, todo el patrón de dominación capitalista comenzó a resquebrajarse y con ello el “contrato social” de intercambio de altos salarios por hastío y monotonía. En el sector automotriz, entre 1968 y 1979 los empresarios perdieron un total de 1.800.000 de días de trabajo producto de las huelgas, contra los sólo 400.000 perdidos entre 1950 y 1963. El retorno de las huelgas expresaba el descontento colectivo y una respuesta a la crisis del patrón de acumulación del capital de la segunda posguerra que durante la década de 1960 solo encontraba respuestas individuales.

Veremos entonces, en primer término, como era la vida en el mundo laboral y la trayectoria de la vida “del trabajo a casa y de la casa al trabajo” como principales determinantes materiales de la monotonía que el punk intentó romper y como forma de remitirnos a la sociedad en términos concretos que le dio origen.



El régimen laboral británico, lo mismo que en el resto del mundo occidental (en la URSS había encontrado su sucedáneo en el abominable Stajanovismo) estaba marcado por el mismo proceso de organización del trabajo desde hacía décadas: el taylorismo y el fordismo. El primero basado en “la organización científica y planificada de la producción”, no dejaba tiempos muertos de ningún tipo dentro de la jornada laboral maximizando la productividad del trabajador e impidiendo a éste cualquier intento de autorregulación de sus propios esfuerzos. El segundo, establecía la línea de montaje como matriz de todo el proceso productivo, haciendo que el trabajador no pudiera despegarse de ella un momento hasta terminar fundido con la propia máquina como muy bien graficaba Charles Chaplin en “Tiempos Modernos” décadas atrás. Si bien taylorismo y fordismo existían desde antes de la Segunda Guerra Mundial, la posguerra los consolidó como los grandes procesos organizadores de la producción. La altísima productividad que lograron permitió demostrar que se podía mejorar los salarios sin afectar la masa de ganancia del capitalista y con ello expandir el consumo de masas. Obviamente, el secreto estaba en aumentar la tasa de explotación del trabajador en forma continua.

Claramente el boom de la segunda posguerra había establecido cambios sustanciales en relación a la etapa anterior. Bajísimos índices de desempleo, salarios relativamente altos, ampliación de los sectores medios, viviendas obreras y trabajos estables. Era muy común, por ejemplo, que un obrero se jubilara en el mismo empleo con el que había debutado en su juventud, algo que habilitaba la planificación de la vida personal y familiar. Todo esto, ha hecho de ese periodo una suerte de panacea del capitalismo. Sin embargo, la vida cotidiana establecía toda una serie de síntomas que demostraban que aún así la existencia de la clase trabajadora cargaba con toda clase de padecimientos. Los trabajadores, en especial los obreros fabriles, repetían una y otra vez la misma tarea por años, sin interrupción, descanso y sin perder el control y la atención en lo más mínimo en lo que hacían. La mecanización, la parcelación y la especialización hacían del obrero una pieza más del engranaje productivo. Este proceso generó apatía y monotonía en el trabajo, que desprovisto de todo interés terminaba resultando insoportable. Los únicos espacios de intercambio con otros trabajadores eran los breves minutos en el comedor a la hora del almuerzo. Luego, todo lo demás, estaba absolutamente bajo el riguroso control patronal para evitar la caída de la productividad. Los sindicatos, vinculados al Partido Laborista, estaban integrados a la lógica de la alianza “producción-consumo” impuesta por el capital. Ninguno de los problemas señalados era visualizado o atendido. El lema de las burocracias sindicales era “pagar por cambiar”. Esto significaba que mientras los empresarios asumieran la responsabilidad de pagar lo correspondiente, no había ningún inconveniente en ampliar la jornada laboral ni aumentar los ritmos de trabajo. Todo el sistema se basaba en mantener los altos niveles de productividad y con ellos sostener el consumo. Este era el principal pilar del “mutualismo” entre el capital y el trabajo.



La orfandad que los trabajadores hastiados sentían sólo encontró salida de manera individual. La “resistencia” ante el agobio laboral se expresó en una muy alta tasa de ausentismo. Mientras que el ausentismo más alto de los últimos 30 años en Inglaterra fue del 3,1 % en 1995 (en 2022 fue del 2,6), la década de 1960 debutaba con el 6% con un promedio del 8% durante esos 10 años y un pico del 10% en los primeros años de 1970. La principal causa de ausentismo durante aquellos años (cerca del 90%) eran los “síntomas pasajeros”, es decir, síntomas que no se correspondían con una patología más extensa o inclusive real. Traduciendolo en nuestros términos, los trabajadores pedían “carpeta médica” por un día. No se nos escapa que el propio régimen laboral de la época permitía hacer uso del goce de ciertas licencias que en la actualidad el común de trabajadores formales no tiene, pero aún así, era expresión de que ese mismo régimen era puesto a disposición de escapar al menos por una jornada del agobio del trabajo. 

Otras características del periodo que expresaron la constante frustración en el trabajo, fueron las renuncias sin previo aviso o rotación (turnover) y el sabotaje directo sobre las máquinas. Esto último podía frenar la extenuante producción durante algunas horas e incluso días. Durante los primeros 15 años del boom de la segunda posguerra, las huelgas fueron muy pocas y los mayores “daños” a la tasa de explotación fueron producidos por el ausentismo “hormiga” o pequeñas acciones aisladas. 

Como observamos, el mito del “amor por el trabajo” nunca existió, ni siquiera en los años dorados del capitalismo del Siglo XX. Muy por el contrario, primaban los intentos por evadir la monotonía del trabajo. El clásico problema de la alienación se mantenía inmutable. El trabajo seguía deshumanizando hasta convertirse en pura animalidad, fuerza y desperdicio de la mano de la rutina, la repetición y los engranajes sin vida. Los “30 años gloriosos”, y sus lecturas posteriores, quisieron presentar al trabajo desde un punto de vista mejorado, valorizado o hasta humanizado, apoyándose en la existencia de un nuevo periodo de “no trabajo”. Una cantidad de tiempo libre que en la época previa a la Segunda Guerra Mundial no existía y que en aquel momento se presentaba como compensación por las horas de productividad. Sin embargo, la forma social del trabajo y del no trabajo -igualmente alienados- representaban un par unívoco. Esto lo veremos en una próxima entrega, en la que seguiremos ahondando sobre la génesis del aburrimiento que originó el punk.


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