La alienación en el trabajo, la alienación en el ocio. Las verdaderas razones que originaron al punk van más allá de una respuesta a Pink Floyd. En esta segunda parte que denominamos Punk y Aburrimiento, delineamos una hipótesis histórica para entender el proceso musical más allá de las clásicas narrativas.
Por Javier Becerra
“Que vida tan aburrida ¿Cómo podría alguien sobrevivir a una vida aburrida?” (The Slits, “Una vida aburrida”)
“Somos la gente hermosa descendiente de su depósito de chatarra de robots” (Tom Wolfe “Electric Kool Aid Acid Test”)
“Ah! Como loros de Arcadia repiten la lección de los economistas: ¡Trabajemos, trabajemos para aumentar la riqueza nacional!” (Paul Lafarge, “El derecho a la pereza”)
En London Burning, The Clash gritaba que “Londres arde de aburrimiento”. Era Londres pero podía haber sido casi cualquier otra ciudad de la época asfixiada por normas incapacitantes y por vidas predefinidas. Un orden multidimensional dominaba las costumbres, los estilos y los deseos. Cada cual actuaba de acuerdo a lo permitido y a las necesidades inoculadas por condicionamientos económicos y sociales. Una rutina letal dominaba la vida en el trabajo pero también en las calles, en las escuelas (donde los castigos podían ir mucho más lejos que en cualquier otro ámbito; el castigo físico sólo comenzó a ser parcialmente eliminado en 1973), en los lazos familiares e incluso en el entretenimiento y los medios de comunicación.
En su libro La Revolución de la Vida Cotidiana, Raoul Vaneigem señaló que la energía arrancada al trabajador en sus horas laborales era la misma que se arrancaba en sus horas de ocio y que el punk fue “la expresión teatral de la prisión del aburrimiento”. Viv Albertine de The Slits relataba que “Todos los involucrados con lo que hacían los Sex Pistols entendían intuitivamente el aspecto especial del aburrimiento y utilizaban esa retórica como causa (…) Había un mundo terrible de aburrimiento, en realidad, un horror absoluto del que creo nunca me he liberado”.
El punk había aparecido como una desviación absoluta de aquella apatía marcada por la existencia y la supervivencia del loop de trabajo-ocio-desempleo. Romper con el aburrimiento representaba una ruptura con la rutina y con todas las prácticas cotidianas asociadas a ella. En este sentido hay que destacar que el punk, en la búsqueda de la ruptura con esa cotidianidad, exigía una nueva vida multidireccional. No era solo un aspecto musical y el mundillo de sus shows correspondientes. El punk surgió como trasgresión a fenómenos sociales de lo más profundos y no como una retirada del mundo como muchas veces se lo sigue presentando.
Como habíamos visto en la primera parte de este artículo (que podés leer acá), el boom económico de la segunda posguerra había instaurado un nuevo “pacto social” basado en el pleno empleo y salarios relativamente altos que permitían un hasta entonces impensado nivel de consumo para la clase trabajadora. Ese trabajo, y ese consumo se confundían con la existencia misma. La disposición de una importante cantidad de horas libres fuera del trabajo era (y es) presentada por el capitalismo como la versión humanizada del trabajo.
Como decíamos, sin embargo, la forma social del trabajo y del no trabajo formaban un par unívoco. Esto se expresaba en la otra gran novedad de la segunda posguerra: el ocio alienado. La alienación en el trabajo no era ninguna novedad, pero ahora encontraba su complemento en la alienación fuera del trabajo a niveles desconocidos. El consumo compulsivo y la explotación del “tiempo libre” eran sus principales características. El nuevo tipo de ocio ofrecido no era para nada la antítesis del trabajo.
El vacío sentido por los trabajadores al salir de la fábrica o de la oficina comenzó a ser llenado por la llamada “cultura de masas” y sus diversas formas de ocio alienado. La vida en el barrio y en la familia, a su vez, eran la otra influencia que buscaba contrastar los aspectos más deprimentes de la vida laboral, aunque muchas veces era igual de deprimente y sentimental. La vida tanto en los vecindarios proletarios como en los de clase media, era como la de una colmena. Los problemas concretos de cada individuo se reducían a unas pocas manzanas a la redonda donde todos se parecían entre si, tanto las personas, como las casas o los hábitos. Salir del barrio era solo algo reservado a la visita de algún familiar. En el barrio los vínculos eran más fuertes que en el propio trabajo, donde después de todo solo se estaba algunas horas al día.
A la vieja costumbre de tomar algún trago en el bar, la cultura de masas agregó las revistas populares, la radio, el cine, la televisión y el fútbol a una escala mayor. Lentamente la vida sindical o la participación en actividades sociales referidas a los intereses de la clase fue desplazada. La cultura de masas le ofrecía al trabajador la posibilidad de aturdirse, de engañarse con la ilusión momentánea de poder fugarse de la rutina diaria y olvidarse del tedio del trabajo.
Nuevos “modelos de vida” eran impuestos tanto por el cine como por la televisión. La fantasía consistía en tratar de ser como esos personajes o al menos admirar esas formas de vida que nada tenían que ver con lo cotidiano. La indumentaria acompañaba la fuga de la realidad con prendas que no eran la de todos los días para los fines de semana o para alguna rara ocasión “especial”. La reflexión introspectiva se dejaba de lado en función de ser parte de algo de lo que todos eran parte. El ocio alienado era la válvula de descompresión por donde se canalizaban todas las frustraciones de la vida cotidiana.
El periodo de posguerra puso a la clase trabajadora como consumidora y no solo como productora de bienes. Esto la acercó a la pequeña burguesía. Sus modas y costumbres se fueron confundiendo como caricaturas. La diferencia de marcas, cortes, o simplemente la incorporación a la moda una temporada después mostraban los esfuerzos por la imitación. Las fronteras que delimitaban a las clases parecían borrarse al menos superficialmente en un proceso de integración social iniciado con la integración de las direcciones sindicales al Estado.
Esta integración era aún más palpable entre los nuevos adolescentes que por primera vez podían vivir la transición de la niñez a la vida adulta sin ser incorporados de inmediato al mundo del trabajo. Podían estudiar y disfrutar de un tiempo de ocio inimaginado antes de la guerra. Las subculturas juveniles se desarrollaron plenamente con algunas de ellas, como los mod, haciendo gala del consumo, la ostentación y de un modo de vida que les permitía codearse con la pequeña burguesía fuera del barrio obrero. La ilusión de integrarse a la sociedad de consumo estimulaba la aspiración individual de ascender socialmente.
Promediando la década de 1960, pero especialmente el ingreso a los ‘70, se puso en jaque todo el modelo de vida productiva y social de la segunda posguerra. Los altos niveles de consumo comenzaron a ser inalcanzables para los obreros quienes empezaron a sufrir índices cada vez mayores de inflación y un costo de vida cada vez más caro. La desocupación y la rotación en los empleos, aparecieron como los nuevos flagelos para una generación que los desconocía por completo. El equilibrio entre frustración y consumo comenzó a resquebrajarse. Su base de apoyo, la expansión permanente del mercado y una venta relativamente fácil de lo producido, se achicó enormemente. Mantener las condiciones del “pacto social” de posguerra no sería fácil.
Entre los años 1968-1978 la actividad huelguistas de la industria automotriz -gran modelo en todo el sistema de dominación del capital del periodo- aumentó drásticamente con la pérdida casi insostenible de días de trabajo. La expansión constante del mercado había cesado y comenzado a retroceder. La crisis capitalista y la caída de la tasa de ganancia del periodo ponía en crisis todo el patrón de dominación y la vida social montada sobre ella. El capitalismo buscaba ensayar una salida. Flexibilización laboral, ataque en regla a las condiciones de trabajo y despidos masivos eran las novedades.
Se suele definir el keynesianismo como un conjunto de medidas económicas diseñadas para asegurar el pleno empleo y el desarrollo equilibrado de la economía por medio de la regulación de la demanda. La adopción de esas políticas no fueron un simple capricho o azar histórico. Surgieron como forma de limitar los efectos de la crisis de 1930 y contener el creciente poder de la clase obrera. En Gran Bretaña fue la Segunda Guerra Mundial lo que volvió particularmente urgente su aplicación y la integración de los sindicatos al Estado de la mano del Partido Laborista. El compromiso radicaba en promover políticas de bienestar social y mantener el pleno empleo.
La posguerra, con la expansión de mercados, de la producción masiva y de un rígido mercado de la fuerza de trabajo hizo del keynesianismo un patrón de dominación del capital. Los últimos años de la década de 1960 le pusieron fin con la caída de las premisas que lo sostenían, llegando al momento más álgido de su crisis promediando los 70s. Ciertas miradas retrospectivas y arbitrarias colocan a Margaret Thatcher como la sepulturera del keynesianismo, pero este había muerto a manos de sus propias contradicciones y por obra de sus propios defensores. En el congreso Laborista de 1977 se reconocía oficialmente el fin del keynesianismo por voz del propio Primer Ministro Leonard Callaghan en un discurso histórico.
No es casual que el movimiento punk haya surgido a la cola del ascenso de las luchas de masas iniciadas con el Mayo Francés. Todo ese periodo que va desde 1968 hasta 1977, año de advenimiento del punk, coincide con el inicio de la crisis de los “30 gloriosos años” del capital. Pero la profundidad del fenómeno es muy grande porque la rebelión no era solo por mejores condiciones materiales de vida, sino por la vida misma, por la plenitud. De ese clima de apatía y hastío surgirían las miles de moléculas que se fusionarían en el movimiento punk. No fue obra del aburrimiento por el rock progresivo. Seguir afirmando eso es minimizar al punk y a la propia Historia. La alienación de la cotidianidad que implicaba vivir en la banalidad, la tontería, el aburrimiento y la frustración fue sufrida por todas las clases sociales en distinto modo. La insatisfacción de las necesidades y de los deseos, la tensión por aparentar y el temor por perder lo conquistado, atravesó en particular a los sectores populares.
El punk se opuso a la universalización de hábitos y costumbres alienantes y opresivas, pero la desalienación es un proceso abierto y con una dialéctica sin resolución. Cuando se plantea como un fin absoluto cae en nuevas formas de alienación engendrando los mitos de un “tiempo nuevo” o de un pasado perdido que fue mejor. Expresiones abstractas o atemporales que la misma historia se encarga constantemente de destruir muchas veces llevando al escepticismo o al nihilismo. El punk tuvo una matriz material absolutamente concreta. No rescatar eso alimenta las fábulas y las caricaturas del mismo y la fantasía de que todo se puede volver a repetir con la simple voluntad.
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